Mateo 13,24-42
Jesús continúa su enseñanza a las multitudes en general, y a sus discípulos en particular, sobre el reino o imperio de Dios. Jesús ofrece tres parábolas, tres pequeñas narraciones que en, en la gran narración del Evangelio, quedan agrupadas por la explicación ofrecida al final de las tres sobre la primera.
Las tres parábolas lanzan imágenes sobre cómo reina Dios. No era fácil para los seguidores de Jesús creer que Dios estaba ya reinando, cuando ellos eran una comunidad pequeña, minoritaria y marginal frente al gran imperio romano. La primer parábola pone el dedo en la llaga: el trigo y la cizaña crecen juntos. El trigo ha sido sembrado por el señor dueño de la tierra; pero algún enemigo suyo siembra también cizaña. La tentación es arrancar ésta para crezca aquél. La advertencia de la parábola es evitar la tentación de acabar con el mal, o más en concreto, con quienes se dedican al mal, dejando en claro que el mal no proviene de Dios, aunque no quede claro de dónde venga.
Las razones para dejar que el trigo y la cizaña coexistan son varias. Primera, porque la separación entre trigo y cizaña sólo ocurrirá en el tiempo de la cosecha, no antes. Nadie puede arrogarse, por tanto, el derecho de clasificarse como bueno y catalogar de malos a otros. Es evidente que la cizaña puede confundirse con el trigo, es obvio que roba nutrientes y, por lo tanto, vida al trigo, pero es preciso que crezcan juntos. La presencia del imperio romano, como la de cualquier imperio que roba la vida de los hijos de Dios, no contradice que también Dios ya esté reinando. La cizaña puede ocultar el trigo, pero el trigo sigue creciendo, y lo logra gracias a la acción del reinado de Dios. ¿Cómo es posible? La ilación de las parábolas sugiere algunas respuestas.
Primera. Esto es posible, porque Dios no está fuera de la dinámica de la historia, de la propia vida. Generalmente imaginamos a Dios como alguien que está afuera o arriba de nosotros, alguien a quien hay que llamar para que nos visite, para que se acerque a nosotros, para que venga a nosotros como viene el agua de las nubes en tiempos de lluvia. Pero la verdad es que Dios no está fuera ni lejos; está dentro de nosotros y de la historia. Todo cuanto es existe porque está brotando y es sostenido internamente por la gracia de Dios, por el amor de Dios, incluso en el mal, no en el mal en sí mismo, sino en la libertad que lo hace posible. Porque Dios crea libertad, y en la libertad es donde nosotros, no Dios, fallamos. Desde dentro del corazón del ser humano, de la sociedad, de la creación entera, Dios está "brotando", está emergiendo, permeando todo. Actúa desde dentro, desde las ganas de vivir y de luchar, desde la resistencia al mal, desde el deseo sincero de entregar la vida entera al servicio de la vida como bienestar, como paz, como justicia.
Dios no está fuera de su pueblo mientras su pueblo anda por el camino de la historia. Dios "brota" de su pueblo como vida, del mismo modo que en el interior de la tierra la semilla depositada en ella , así sea la más pequeña, germina, revienta y crece hasta convertirse en árbol que ofrece sus frutos para dar fuerza, y su sombra, para dar frescor y sombra. Dios actúa no desde fuera, sino desde dentro, como la levadura que desde dentro fermenta la masa, porque la bondad de Dios, que ama con la ternura de una mujer, fue deposita desde siempre en la creación y en la humanidad.
Segunda. Dios actúa no desde el poder o la magnificencia, sino desde la pequeñez y lo sencillo. Roma se imponía con derroche de fuerza y de poder. Dios, en cambio, se ofrece en la humildad de lo pequeño, en la pobreza y en la indigencia de los excluidos del poder, de la fama y el dinero. Como pequeña semilla o poca levadura. Cualquiera diría que los que creemos en Dios y en la bondad del hombre somos pocos e ingenuos ante los imperios de nuestros días, como lo eran los primeros cristianos ante Roma. Poco era Jesús ante Roma y el Templo de Jerusalén. Pero con Él el imperio de Dios había brotado desde el interior de nuestra historia, por la iniciativa del Padre.
Tercera. Roma dividía, sometía, violentaba, excluía. También el Templo de Jerusalén. El imperio de Dios, en cambio, es incluyente, levanta de la miseria y del abandono a los postrados de la historia. Sus rostros los descubrimos tras la vergüenza con que cubrimos su ser pobres, migrantes, madres solteras, indígenas, niños de la calle, y cuantas personas caigan en la amplia categoría de lo minoritario y lo diverso. Para el sistema religioso de Jerusalén, la levadura era signo de impureza, los judíos celebran la Pascua con panes ázimos, panes sin levadura. Pero Jesús desafía los sistemas puritanos y excluyentes. Dios no rechaza, invita y acoge como un árbol frondoso que recibe a las aves para anidar en él. Dios fermenta todo como la levadura, porque Dios no quiere "pureza", sino comunión. Y no puede haber comunión si no acogemos en el propio corazón y en el corazón de la sociedad aquello y a aquéllos que seguimos viendo con menosprecio. Se me antoja decir que Dios actúa como el alcohol o el aceite que poco a poco permea la piel herida y la va restañando.
Así es como Jesús ofrece la alternativa de Dios ante los imperios de la tierra, invitando no al desquite, a la venganza, a la eliminación, sino al respeto y la tolerancia, a la inclusión y la comunión. Sin prescindir de aquellos etiquetados como "malos", porque también ellos son hijos de Dios, y Dios no quiere su muerte, sino que se conviertan y vivan.
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