Lucas 1,39-56
La escena es la de la visita de María a su prima Isabel, una vez que ambas han quedado embarazadas de manera milagrosa: Isabel a su avanzada edad; María, sin intervención de varón. María acude, entonces, a ayudar a su prima, que ya tiene seis meses embarazada. Apenas la voz de María llega a Isabel, el niño que lleva en el vientre salta de gozo. Sin duda, la escena pintada por Lucas es bellísima: Isabel, símbolo de un pueblo viejo que no creaba vida, por fin ha sido fecundado; y María, símbolo del pueblo nuevo, es portadora de vida nueva para todos.
Luego del saludo, María entona un canto de acción de gracias al Señor; que María cante y no sólo hable es demasiado elocuente: el canto expresa mejor el sentimiento contenido en las palabras. Y María canta: canta de gusto porque Dios ha puesto su mirada en ella, pequeña y sencilla; canta de gusto porque todas las generaciones la conocerán eternamente con "dichosa", "feliz"; canta porque el brazo de Dios instaurará la tan anhelada justicia: a los ricos no les sobrará y, sobre todo, a los pobres no les faltará, de tal manera que ni habrá ricos ni habrá pobres; canta porque Dios humillará a los soberbios y exaltará a los humildes.
La Iglesia ha declarado dogma de fe que María fue llevada al cielo en cuerpo y alma. María, la jovencita de Nazaret que se casó con José y visitada y fecundada por Dios, amó intensamente; sirvió generosamente, resistió valientemente, cantó alegremente; todo eso lo vivió María con su cuerpo; su cuerpo es historia; la ternura que abrazó a Jesús recién nacido; la mirada que lo contempló en Belén y en el Gólgota con más dudas que respuestas, no es una mirada que se haya cerrado para siempre, es una mirada llevada a la eternidad de Dios, desde donde sigue contemplado.
En este día en que recordamos la asunción de María, iluminada por su canto tras el saludo de Isabel, la Iglesia nos habla más de sí misma que de María: La Iglesia ha visto en María una imagen de sí misma: si María ha sido llevada al cielo, la Iglesia se alegra con la esperanza de que toda ella vivirá en la plenitud de Dios; si el cuerpo, la historia, de María ha sido llevada al cielo, la Iglesia vive la certeza de ser conducida a la plenitud de Dios en la medida en que su historia sirve al plan de Dios, y se abre a la construcción de una humanidad justa y en paz, que ha aprendido de su Maestro el difícil arte de vivir en auténtica fraternidad.
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