Lucas 11, 1-13
Dice el evangelio que un día, mientras Jesús oraba, sus discípulos le pidieron que los enseñara a orar. Tal solicitud sólo es comprensible desde la convicción de que la oración era verdaderamente importante para Jesús, que constantemente oraba, y que en el manantial de la oración encontraba alivio para la sed bebiendo descanso y fuerza para el camino. Orar no es rezar; o no es simplemente rezar sin más. Y Jesús, que es Maestro, enseñó a orar. El evangelio nos muestra a Jesús enseñando el padrenuestro, no como una serie de palabras que había que memorizar para hacer la primera comunión, ni como penitencia para la confesión (porque ahora resulta que orar con las palabras que nos enseñó Jesús, ¡es un castigo para los pecadores! ¡Orar como castigo! Uno no deja de sorprenderse, y a saber qué pensará el Señor).
Además del padrenuestro, el Señor Jesús habló a los suyos sobre tres actitudes en este contexto de oración: pedir, buscar, llamar. Confieso mi recelo y poca simpatía hacia la oración de petición. Pedir es una actitud en la que no fui educado, ¿por qué pedir lo que uno puede conseguir con el propio esfuerzo? Incluso, a veces tengo la sensación de que oración fuera sinónimo de petición. La gente le pide a Dios, o le pide al padre que le pida a Dios. Pero mi recelo ante la oración de petición nace de un hecho cierto que todos hemos vivido más de una vez, desde la vanalidad hasta asuntos literalmente de vida o muerte: que no siempre llega lo que hemos pedido con tanta fe y tanta insistencia.
Y entonces viene la marea de pensamientos: Dios no nos oyó (seguro estará sordo), Dios no quiso concedernos lo que necesitábamos (seguro es un burócrata malgestudo). Y apenas pensamos esto, nos reprochamos a nosotros mismos la dureza de nuestro trato hacia Dios. O a veces expresamos nuestras dudas y recriminaciones hacia Dios en voz alta, y no faltan sus abogados: que no supimos pedir (¿dónde se aprende?), que nos faltó fe (¿alguien puede medirla?), que debemos pedir lo que nos conviene (¿a qué desempleado no le conviene trabajar, y a qué niño no le conviene que mamá, que lo quiere y lo cuida, no muera de cáncer?) y no lo que queremos, que Dios sabe porqué lo hace o lo permite (¿por qué entonces nos dio inteligencia y luego no nos deja entender?), que es una prueba y no hay que renegar (como si la vida fuera un control de calidad, o Dios se entretuviera mandando pruebas crueles), que Dios no manda cruces más grandes y pesadas de lo que podemos soportar (¿y los que se murieron fue porque no aguantaron y se fueron al infierno?), que sufrir para merecer (sin comentarios), que son purificaciones (si Dios desmancha haciendo sufrir, ¡qué manchado!), que Dios aprieta pero no ahorca (la que ahorca es la cuerda)... y tantas y tantas malas excusas que quieren "justificar" a Dios y nos devuelven la bolita: el problema somos nosotros. Resultado final: quedamos peor que al principio, con la secreta sensación de que Dios no es tan bueno como decían.
Sin embargo, Jesús dijo: "Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá, porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, Dios le abre." En el fondo de estas palabras debe estar sin duda la experiencia humana de Jesús: que predicando el evangelio en total libertad, sin propiedades, tocaba puertas, pedía ayuda, comida y asilo, buscaba solidaridad. Quizá no siempre recibió pronto ni a la primera lo que pedía, y puede que no siempre le abrieran la puerta con una sonrisa. Pero nunca perdió la confianza en el ser humano, en que alguna puerta se le abriría siempre, porque sabía que siempre hay un fondo de bondad en el corazón humano.
Si esto es así, la actitud para la oración no es en primer lugar, y quizá nunca, de pedir, sino de confiar. Le he dado muchas vueltas a esto de la oración de petición, y sólo Pecas me ha dado un argumento de respeto y rescatable: pedir es de pobres y de humildes. Detrás de la petición está el humilde reconocimiento de que no lo podemos todo, de que no lo tenemos todo, de que dependemos de algo que nos rebasa. Sólo que yo prefiero reconocer mi indigencia sin mendigar el amor de Dios. Por una razón: porque antes de pedirle, creo firmemente que Dios ya está dando.
Al inicio y al final de las palabras de Jesús en este pasaje del evangelio está la clave: Dios es Papá, Dios es el origen de nuestra vida; vivimos por pura gracia suya, por puro amor suyo, y Él es siempre bueno; de esto no podemos dudar nunca sin perjuicio para nosotros mismos. Porque Él es bueno, y sabe todo, lo que tenemos y lo que nos falta, lo que somos y anhelamos, está ya desde siempre abriendo caminos para ayudarnos: en el médico y en la medicina, en el consejo y en la escucha del amigo y del hermano, en el apoyo de la familia, en la solidaridad del vecino, en la búsqueda común por la justicia social, en el respeto en el metro al anciano y a la mujer embarazada, en el empeño y la dedicación de los estudiantes y los deportistas...
Pedir, y sólo pedir, puede paralizar vidas y fuerzas. Sólo pedir y esperar es infantil y cobarde. Y Jesús no dijo sólo "pidan", dijo también: busquen y toquen, llamen. Para buscar y tocar puertas hay que perder el miedo y la vergüenza. Insisto, detrás de las palabras de Jesús está la experiencia humana, y todas ellas se traducen en una sola: confiar, confiar siempre y sin descanso, confiar tanto en Dios que aprenda a confiar en mí mismo y en los demás, confiar tanto en Dios que ayuda y acompaña siempre, que su ayuda y su presencia me impulsen a vivir, a caminar, a luchar, a no quedarme con los brazos cruzados viendo la vida como un teatro donde todos somos marionetas del Señor.
Aprender a orar sin pedir, a orar confiando, orar reconociendo, orar deseando, orar alabando, orar agradeciendo. He ahí el desafío.
Porque eres la fuerza que falta a mis brazos, la alegría que necesitan mis labios para sonreir, la mano que necesitan mis ojos para enjugarse, el impulso que necesitan mis pies para andar aun por donde no hay camino; porque eres Padre, y eres bueno y estás conmigo, confío en ti. Porque a pesar del mal y aun en el dolor estás conmigo, confío en ti. Porque la enfermadad podrá matarme, pero hasta en la muerte estarás conmigo para recibirme y darme vida nueva, confío en ti. En tu nombre y con el Soplo de tu Espíritu, voy a buscar y a tocar puertas, daré la lucha, sudaré el esfuerzo, y recibiré de ti lo que Tú y yo sabemos que necesito. Amén.
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