Lucas 7,36-8,3
Un fariseo invitó a comer a Jesús; el relato evangélico no lo cuenta, pero la comida comenzó con gestos de humillación hacia Jesús, se deduce de los diálogos que sí tienen lugar en la escena, entre Jesús y su anfitrión. Recibir a un invitado suponía todo un ritual: antes de ser formalmente recibido, un esclavo le lavaba los pies, para quitarle la mugre del camino y procurarle un poco de descanso; después era ungida su cabeza con perfume, para encubrir o disimular las emanaciones propias del sudor (en una época además en que el baño era más extraordinario que cotidiano); y sólo entonces, el anfitrión recibía a su invitado dándole el beso de bienvenida.
Pues bien. Nada de esto hizo Simón, que así se llamaba el fariseo anfitrión, con Jesús. La escena narra la presencia de varios invitados. Hay que suponer, pues, que Jesús fue públicamente humillado en un acto grosero e insultante de discriminación. Un poco de imaginación es suficiente para ver la sorpresa y el azoro de Jesús viendo al esclavo o a los esclavos que se seguían de largo, dejándolo con sus pies desnudos, calludos, mugrosos y quemados por el sol; voltearía de un lado a otro comparando sus pies con los de los demás invitados; inclinaría la cabeza esperando el perfume que le haría portador de una agradable fragancia, pero nuevamente vería de reojo pasar de largo al portador del perfume, creo que nuevamente se habría puesto rojo de pena, y quizá hasta olfatearía discretamente a su alrededor para ver si el perfume en los demás lograba disimular el tufo de su "esencia" de caminante.
No fue poca la fuerza de la que tuvo hacer uso Jesús para sobreponerse a la vergüenza, recuperar el gesto de dignidad, y entrar después en la estancia con la pena de imprimir con mugre el paso de sus pies sobre la alfombra (porque no hay que perder de vista que los judíos no comían en mesas, sino recostados sobre esterillas), preguntándose quién sería el valiente que querría recostarse junto a sus patas sucias y apestosas.
En poco tiempo y de boca en boca, la noticia de la burla de la que fue objeto Jesús fue de dominio público. Una pecadora pública, es decir una prostituta (están pensando en María Magdalena, pero no era ella, simplemente porque esta mujer, libre y valiente de Magdala, no era prostituta), al escuchar entre risas la narración, tomó un recipiente con agua y un frasco de perfume y salió corriendo con la furia de la indignación, ¡hacerle esto al Maestro! ¡A él, un hombre tan bueno y tan sencillo, que a ella la miró y le habló con respeto, como nunca lo había hecho ningún varón! ¡A él, que le había mostrado el rostro y el corazón de Dios, que la perdonaba y se dejaba llamar 'Papá' por ella! ¡Eso sí que no!
Entró en casa de Simón, pasando junto a los atónitos esclavos, con la fuerza y la rapidez de un huracán. Se echó a los pies de Jesús, y soltando el llanto que había contenido por las calles, lavó sus pies, soltó la trenza que recogía su cabello y los secó; abrió su perfume y lo derramó sobre ellos, cubriéndolos también de besos. En Jesús, Dios le había devuelto su dignidad, y ella le devolvería la suya a Jesús, la que pisoteó Simón el fariseo, que veía divertido y horrorizado la escena, viendo cómo Jesús era tocado por una prostituta, que lo contagiaba de su impureza y su desprestigio, suponiendo que el profeta de Nazaret era un ingenuo que no sabía la clase de mujer que tenía a los pies.
Fue entonces que Jesús tomó la palabra. Había aguantado mucho, no permitiría que usaran a la mujer para seguirse burlando. Ella vino a cumplir lo que no hizo Simón. Lo hizo como un gesto de amor. Ella muestra amor, y mucho amor, porque ha sido muy amada; y porque ha sido muy amada, sabe que es mucho lo que se le ha perdonado. Simón, en cambio, muestra poco amor, porque es poco lo que se ha sentido verdaderamente amado; tan poco amado, que no considera haber sido perdonado en mucho. Jesús le reitera a la mujer que su fe la ha salvado, es decir, el haber puesto toda su confianza en el Padre, en que Dios es Amor y el amor lo perdona todo.
Para Simón y el resto de los fariseos, las palabras de Jesús son escandalosas, ¡cómo se atreve a decir que los pecados de esta prostituta están perdonados, si sólo Dios puede perdonar pecados! Sólo Dios puede. En ellos, el perdón está asociado al poder; en Jesús, en cambio, el perdón está asociado al amor. El que piensa en términos de poder, busca y acumula poder, y cuando lo hace, ve a los demás por encima del hombro y no siente remordimiento ni culpa, porque tiene poder, y teniendo poder, se cree más que los demás. Lo vimos todos en estos últimos días, dos mexicanos asesinados en la frontera, un joven y un adolescente, asesinados sin razón y sin vergüenza, por individuos que tenían más poder que ellos, tanto poder para su pequeño corazón, que ahogaron en él el amor que todos tenemos. No vieron con amor; sólo el amor nos hace voltear hacia bajo, para lavar los pies y extender la mano que levante del polvo al que está postrado.
Quien vive en términos de poder, se acerca de frente al sacramento de la reconciliación a negociar con Dios: tú perdonas y yo pago con una "penitencia". Quien vive en términos de amor, se acerca con la mirada limpia viendo hacia abajo, hacia la tierra de la que está hecho, a celebrar el intenso amor de un Padre que siempre está ahí, perdonando, acogiendo y dando, con su Aliento, vida al barro.
Lo último que escuchamos en la narración de hoy es el homenaje del evangelista al grupo de mujeres libres y valientes que pusieron sus vidas al servicio de Jesús y del Reino que él predicaba; mujeres que no aceptaron el rol de infrapersonas que les dejaba la sociedad patriarcal de su tiempo; mujeres que salieron a anunciar el gozo de un Dios que a ellas las llamaba hijas y las amaba con la misma apasionada intensidad con que amaba a Jesús, de quien recibieron la Buena Noticia del amor, el gozo y la libertad, de la vida digna de ser llamada con ese nombre.
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