Juan 15,9-17
¿Era Jesús un hombre viudo que no alcanzó a tener hijos? Definitivamente es una idea que confronta, lo menos que puede decir cualquiera que lea esto es: “¡Ah, caray!” La idea no proviene de ningún estudio histórico, sino de una novela, El herrero de Galilea, de Nicholas Guild, escritor estadounidense autor de ficciones históricas. Las novelas de corte bíblico siempre me han llamado la atención, desde que leí Ben-Hur, aunque debo confesar que son pocas las que no me decepcionan, unas porque son demasiado melosas, que rayan en lo cursi y en lo sobrenatural. Otras me desencantan porque, a pesar del anunciado “rigor histórico” que supuestamente las respaldan, la verdad es que ni están actualizadas en los estudios bíblicos, ni han superado viejos, pero muy viejos prejucios, como el de que María Magdalena era prostituta.
Cuando leí que El herrero de Galilea trataba sobre Jesús, pensé que dicho herrero era Jesús, Yoshua, en arameo. Pero no, a Yoshua lo presentan como carpintero y el herrero es un primo suyo. Ahí podría haber terminado mi relación con ese libro, habida cuenta que cualquier estudiante de Biblia sabe ya que eso de que Jesús era carpintero es una idea equivocada, al menos imprecisa, consecuencia de una mala traducción de la palabra “tékton” que utiliza los evangelios en griego —la lengua en que fueron escritos— de ahí nuestra palabra “arquitecto”. Jesús y José eran más bien herreros y constructores; algunos traducen “artesano” y, aunque tenían habilidades para trabajar la madera, en todo caso, la madera era curiosamente el material que menos trabajaban, dada su escasez en Galilea.
Es interesante cómo la novela descoloca al lector, al menos al lector creyente, con los cambios que introduce en la narrativa de los personajes bíblicos, como el hecho de que Jesús hubiera sido un hombre viudo; los relatos de los evangelios no sólo dejan entrever que Jesús era soltero y célibe, sino incluso las burlas de que fue objeto por ello, y de las que Jesús mismo habría acusado recibo con elegancia y dignidad, como cuando sostuvo que había “eunucos”, castrados, por el Reino de los Cielos.
Es sumamente interesante la manera en que la novela —a pesar de ser poco ortodoxa y no apta para mentes sensibles, de esas que se espantan hasta de su propia sombra— presenta a Jesús como ser humano. En la vida real, hemos construido una imagen de la divinidad de Jesús tal que opaca su humanidad, su cercanía, sus gestos, sus sentimientos y, por lo tanto, no logramos comprender y valorar su humanidad como lo que es: la manera en la que Dios se dijo a sí mismo en el lenguaje de los seres humanos, haciéndose uno de nosotros para que pudiéramos comprender a Dios.
Y es un problema que seguimos arrastrando hasta el día de hoy. El lenguaje con que los liturgistas redactan las oraciones oficiales de la Iglesia no ayudan mucho, la verdad. Hablamos a nuestro Dios no como el Padre que es, sino como el emperador romano que no es (“Dios todopoderoso y eterno”); nos olvidamos incluso que el lenguaje político del evangelio se emplea para ridiculizar a los imperios de la tierra, no para reducir a Dios a un emperador, mucho menos para legitimar religiosamente a los emperadores. Visto así, pareciera que el gran valor que está en juego en el evangelio es el poder y su manera de ejercerlo. Pero en el evangelio, el gran valor no es poder, sino el amor; el amor y su manera de vivirlo.
Por eso es que, en una sociedad que gira en torno al poder, y al dinero como su gran aliado, el evangelio, que desenmascara lo vacío y lo efímero del poder y del dinero, y muestra la solidez del amor, al que ni la muerte puede destruir, se vuelve enteramente contracultural. De amor no se vive, dicen algunos, sobre todo a los que se van a casar y a los que están eligiendo carrera; y en esta sociedad en que vivimos es verdad; pero también es verdad que sin amor no vale la pena vivir. Y en el caso de los cristianos, el Apóstol Juan es muy tajante en sus cartas: “El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor.”
Lo triste es cuando en las comunidades eclesiales, en las comunidades de creyentes cristianos, hablamos de amor y vivimos de poder; nos decimos hermanos y nos tratamos como “señores” y “siervos”; rompemos la comunión de fratersoridad querida, predicada y vivida por Jesús, y apuntalamos esquemas de jerarquía que sirven para que querer escalarlos, los que puedan escalarlos. Hay comunidades religiosas y grupos eclesiales en donde se viven vergonzosas luchas internas por el poder; en todo caso, el sometimiento es la norma para medir la fe de las “hermanas” y los “hermanos”.
Las jerarquías pueden dar seguridad y consistencia a un grupo; pero cuando no es la comunidad sino la jerarquía misma la razón de ser del grupo, el grupo se corrompe y se mantiene bajo el velo de la hipocresía y del terrorismo espiritual. Quien quiera un ejemplo, irreal, por supuesto, porque esto siempre pasa en las novelas, puede leer Vaticano 2035. También podría leer Redarquía. Más allá de la jerarquía, una propuesta sobre los esquemas organizativos de las empresas y las bondades de tejer redes y no sólo pirámides.
El caso es que nos descoloca ver a Dios y a Jesús no arriba, sino abajo; no apuntalando poder, sino manteniéndose fieles al amor. En El herrero de Galilea, es muy elocuente la escena del martirio de Juan, porque de ver, no vemos el martirio, pero asistimos a los diálogos entre Juan y Caleb, el ministro de Antipas que se encarga de apresarlo y visitarlo en la cárcel para ejecutarlo. Pero no así sin más, sino después de una larga tortura, física y psicológica, que cada vez atiza más el odio en Caleb, porque Juan ni renuncia a su confianza en Dios, ni tampoco a su libertad frente al poder de Antipas y de Caleb.
En la novela, Juan es conducido frente a Caleb; desnudo y encadenado, tiene heridas en los pies y en las rodillas; lo sacaron de la celda a rastras.
—¿Eres Juan al que llaman el Bautista?
—Ya sabes quién soy.
—¿Y tú? ¿Sabes quién soy?
—No.
—Soy Caleb bar Yacob. Estoy aquí en virtud de la autoridad del tetrarca.
La cara de Juan no mostró reacción alguna.
Caleb le ofrece ser visto por un físico, un médico. Juan no considera que sea necesario, pues piensa que no se le permitirá vivir mucho tiempo más. Caleb responde que no hay nada decidido. “Estás en mis manos”, le dice. “No estoy en tus manos, estoy en manos de Dios”, responde Juan. Al día siguiente, en el segundo encuentro, Juan deduce, por la vestimenta de Caleb, que es levita.
—Sirviente del Templo y carcelero. —Juan sonrió divertido—. Es una curiosa combinación de tareas.
—El servicio a Dios toma muchas formas.
—¿Así lo llamas? ¿«Servicio a Dios»?
—Sí, porque me encargo de proteger el orden justo de las cosas, tal y como Dios lo ha dispuesto. Sirvo a aquellos a quienes Dios ha bendecido y, al hacerlo, encuentro la bendición para mí mismo.
—¿Bendición? ¿De Dios o del tetrarca?
La ironía de Juan continuó: “Tienes poder y, por lo tanto, aquello que hagas cuenta con el beneplácito de Dios”. Caleb perdió la compostura: “¿No tienes miedo?” Le respondió Juan: “No. Eres tú quien debería tener miedo.” El poder se sirve del dinero y del miedo, en todos lados. El dinero, que es el gran rival de Dios en el evangelio —“No se puede servir a Dios y al dinero”—; y el miedo, que se desvanece cuando se confía en Dios, y es el recurso al que apelan los que quieren tener a los demás en sus manos, olvidando que en realidad estamos en las manos de Dios.
¿Qué pensarán los que buscan poder, de las palabras de Jesús: “A ustedes no los llamo siervos, a ustedes los llamo amigos”? ¿Qué pensarán de Dios, y qué les queda de Dios, viendo cómo Jesús, Palabra de Dios y Dios mismo, hace un lado los esquemas de poder, renuncia a someternos, a hacernos sentir miedo, y comparte su mesa con nosotros como amigos, al punto de tener claro que no hay amor ni libertad más grande que el dar la vida por los amigos? ¿Quizá porque Jesús sabe lo fuertes que son las tentaciones de poder es que nos pide: “Permanezcan en mi amor”? El que busca poder, hace mucho que perdió el amor y, por lo tanto, no conoce a Dios.
El poder corrompe; el amor salva. Si Dios quisiera someternos y hacernos siervos, habría crucificado, como hacía Roma, a los que se le sublevaran, para escarmiento de todos. Pero en Jesús, Dios quiso ser nuestro amigo y antes que sacrificarnos, se sacrificó para tuviéramos vida, y la tuviéramos en abundancia. No quiere que le tengamos miedo, sino confianza; nos ama tanto, pero tanto, que desconcertantemente no espera en primer lugar que lo amemos a Él, sino que nos amemos a nosotros como Él nos ama. En Jesús, Dios es nuestro amigo. Por eso es el vino de la boda, el agua en el cántaro agrietado de la samaritana, el pan compartido de los pobres, la voz que anima a dar el primer paso a los paralíticos, la luz en los ojos de los ciegos, el amigo que saca del sepulcro a sus amigos. No es poder, es amor; el poder del amor.
A Dios solemos buscarlo en lo alto, pero suele estar a la altura de los niños, de sus risas traviesas y de sus miradas cargadas de ilusiones; a Dios se le toca no con la sangre de los sacrificios, sino en la carne de los pobres; lo percibimos no como una voz que truena órdenes, sino como “una música que vibra en las entrañas”, como escribió el Papa Francisco, una música que vibra en las entrañas una música que vibra en las entrañas y produce alegría y ternura; “la alegría que brota de la compasión; la ternura que nace de la confianza”. Si esta música —escribe el Papa— “deja de sonar en nuestras casas, en nuestras plazas, en los trabajos, en la política y en la economía, habremos apagado la melodía que nos desafiaba a luchar por la dignidad de todo hombre y mujer”. Por eso a Jesús se le conoce no desde el poder, sino desde el amor, y así hay que querer conocerlo: como un amigo a un amigo.
Buenos días padre, cuándo tendremos el gusto de leer sus comentarios?, saludos de una exalumna josefina.
ResponderEliminarHola, pronto espero ponerme al corriente por aquí. Mientras, puedes seguir mi Podcast Palabras para el Camino, en Spotify, Anchor, Google Podcast o Apple Podcast. Seguimos en comunicación.
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