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Resurrección: Esperanza de los invisibilizados

Lucas 24,35-48

 

Muchas veces me he preguntado qué sienten, qué piensan las personas que descuartizan a otros, los que cuelgan cabezas de los puentes, los que desaparecen cadáveres en fosas clandestinas. Sin duda, porque lo que llamamos crueldad es un nivel impresionante de deshumanización, al que no se llega por curiosidad ni por tranquila elección, eso es un hecho. La ira de los murciélagos, de Mikel Ruiz, cuya historia muestra las luchas de poder en San Juan Chamula, me puso frente a una de estas escenas con bien logrado efecto de repulsión y ganas de salir corriendo, como hacemos tantas veces, a negar la realidad, y a hacer que no pasa nada, que todo está bien. Y cuando lo realidad se nos cruza en el camino, lo primero que hacemos es juzgarla y etiquetarla, sin realmente atrevernos a plantarle la cara y preguntarle por qué; atrevernos a ver más allá para saber o al menos intuir qué hay detrás de todo ello.

 

Qué hay detrás de alguien que se ha deshumanizado al punto de deshumanizar y por ello mismo asesinar a otro. Ya Jesús alertaba que una mala mirada equivale al acto del pecado. Una mala mirada equivale a adulterio; pero también a asesinato. A mí esta es la parte qué más me intriga. Porque aunque no nos demos cuenta, los asesinatos comienzan con la negación de la mirada, con el cómodo no querer ver y, por lo tanto, negar la existencia, que es una forma “blanda” de matar, a los que nos incomodan. 

 

La sociedad tiene una larga lista de cuerpos invisibilizados. Nos cuesta negarles la existencia a los que no son como nosotros, a los que no piensan como nosotros, a los que no creen en lo que nosotros creemos. Es célebre en la historia el debate en el siglo XVI entre Juan Ginés de Sepúlveda, que negaba que los indígenas tuvieran alma y, por lo tanto, que fueran humanos; y fray Bartolomé de las Casas, que defendía su humanidad. Qué decir de los judíos, sistemáticamente perseguidos a lo largo de siglos frente a cuyo holocausto muchos prefirieron voltear a otro lado. O las personas discapacitadas, en las que nadie pensó al diseñar y construir los espacios públicos, porque hacíamos como que no existían; y bien a bien no sabemos cómo llamarlas. O el caso de las mujeres, que nos han hecho conciencia del color machista de nuestras lenguas, y les seguimos echando en cara que no quieran quedar ocultas en los plurales masculinos que las hacen invisibles, y nos reímos de sus propuestas de lenguaje inclusivo. Y qué decir del colectivo LGBTI, por eso no nos gusta que salgan del clóset, y desfilen.

 

Preferiríamos que no existiera la diversidad, todas las diversidades: las de género, entre hombres y mujeres, para empezar, y el amplio espectro de orientaciones sexuales que siguen siendo un desafío; descalificamos a las personas transgénero, pero no he escuchado críticas a los que reciben un transplante de riñón o de corazón, en lugar de conformarse con los que les dio la naturaleza. Tampoco nos gusta la diversidad racial, en pleno siglo XX, mientras el ser humano llegaba a la luna, Rosa Parks fue detenida en Estados Unidos por negarse a levantarse y ceder su asiento en el autobús a un varón blanco. Nuestros parámetros de belleza son los que nos impone la moda: gente flaca y descolorida con ojos menos pigmentados. Porque así somos, buscamos los adjetivos más insultantes o los que nos parecen más graciosos, y nos reímos. Muchos de nuestros chistes, lo mismo que nuestros dichos, van cargados de prejuicios: nos reímos de la diversidad, especialmente de los grupos minoritarios, minoritarios en números o en poder. El aparheid en Sudáfrica es un ejemplo elocuente de cómo las mayorías numéricas pueden ser oprimidas por no tener poder o dinero, que son casi lo mismo.

Ni qué decir cuando nos ponemos en el plano de lo religioso: decimos que de entrada a la salvación sólo tendrán acceso los católicos; de un plumazo descalificamos a los cristianos no católicos y anulamos una larga y válida serie de reclamos en favor del evangelio y de la libertad. Algún sacerdote se hizo famoso con el ofensivo lema: “católico ignorante, seguro protestante”. Para otros, todos los musulmanes son terroristas; los indígenas son supersticiosos, y los ateos son masones. Nos hemos olvidado de la misericordia del islam, de la sabiduría de los pueblos indígenas, y no hemos agradecido a los ateos el valioso servicio que nos dan cuando nos cuestionan, gracias a lo cual, la teología vive en estado de alerta para revisar y depurar constantemente su imagen de Dios, y evitar que ésta se convierta en un ídolo. Antes decía que las identidades “puras” eran fanáticas, pero después de leer al escritor libanés radicado en Francia, Amín Maalouf, digo abiertamente, como él, que las identidades “puras” son asesinas. Invisibilizar es una forma de matar, con el añadido de crueldad de que la persona invisibilizada cuando no está muerta, tiene que sufrir el dolor de no ser aceptado, reconocido, valorado, y tiene que ocultarse, denigrarse, negarse, destruirse, paradójicamente, si quiere existir.

 

Casi estoy seguro que si Jesús fuera un hombre de nuestro tiempo, muchos de los que nos decimos cristianos lo descalificaríamos frente a la cruz y daríamos al menos el beneficio de la duda a quienes lo crucificaron. Diríamos que algo habrá hecho, que seguro no estaba rezando el rosario en su casa, que quién sabe en qué andaría metido o con quién se estaría juntando. Que no le pasó lo que le pasó por andar de “Martha la piadosa”. O como decimos frente a las marchas y movimientos de reivindicación: quieren que los respetemos, pues que nos respeten, y que dejen de comportarse como si estuvieran endemoniados, porque decimos, en pleno siglo XXI, que parecen endemoniadas y poseídos por el diablo. Sólo porque nos incomodan, porque rompen nuestros esquemas y nos desafían a no dejar que el corazón se nos achique y se endurezca. Por eso les echamos la culpa a ellos, porque encima la culpa siempre es de los otros. Y por eso se merecen lo que les pasa, mientras que nosotros sufrimos sin saber por qué, pero como somos buenos, le ofrecemos nuestro dolor a Dios, en lugar de ofrecerle, como hizo Jesús, una vida comprometida con el amor y la justicia si es preciso, hasta el extremo de la cruz. 

 

Algunos estudiosos afirman que los relatos de la resurrección tienen formas variadas y detalles crecientes a lo largo del tiempo porque al final de cuentas, la primer testigo de la resurrección fue María Magdalena y, como era mujer, no le creían. Por eso fue que pasamos de relatos de apariciones a las imágenes de la tumba vacía, y a un sinfín de encuentros con Jesús Resucitado que se dejó ver, tocar, y comió con sus amigos como hacía cuando estaba con ellos antes de ser crucificado.

 


A mí lo que me impacta y me estremece es la convicción de Pablo y de cada uno de los evangelistas en mostrar que Jesús está vivo, realmente vivo, plenamente vivo, enteramente vivo; con su corporalidad, y que no es ni una alucinación, ni un fantasma, ni un alma sin cuerpo, ni un espíritu. Es él. A quien se le ha hecho justicia y se le ha restituido el cuerpo y la vida que le fueron destrozados, como a mucha gente a lo largo de la historia. Uno que fue invisibilizado. Es esperanzador, y mucho, que la resurrección sea un volver a ver a los invisibilizados, verlos y comer con ellos, verlos sin miedos ni odios, verlos y vernos en ellos, porque al final de cuentas nadie tiene una identidad “pura”, somos el resultado de muchos encuentros de todo tipo a lo largo de siglos y milenios. Me impacta y me estremece que los cuerpos rescatados sean cuerpos con sus heridas curadas. Porque el dolor no se puede negar, pero de la herida no supuran ni rencores ni resentimientos ni deseos de venganza; el cuerpo cicatrizado es un cuerpo reconciliado, es una familia reconciliada, es una sociedad reconciliada; es el Reino de Dios en nuestra historia.

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