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Amor y salvación: regalos, no mercancías

Juan 2,13-25

 

Todos tenemos derecho a enojarnos con los libros, con las personas, con nosotros mismos, que somos personas y en más de un sentido también somos libros; e incluso con Dios. En consecuencia, todos tenemos la maravillosa oportunidad de reconciliarnos con los libros, con las personas, con nosotros mismos y, por supuesto, con nuestro Padre. Si no la hubiera comprado en versión electrónica, habría aventado La Biblia de barro, de Julia Navarro al bote de la basura, porque en el mundo de su novela, una arqueóloga, Clara Tannenberg, nieta de un criminal nazi protegido por Sadam Hussein, descubre en Ur de los Caldeos, en Irak, un par de tablillas de barro con el texto del Génesis tal como lo tenemos en nuestras Biblias, cuyo texto habría sido dictado por Abram a un escriba. 

 

Como entonces, hace unos ocho años, daba clases de Biblia, me pareció aberrante que la autora no se hubiera puesto al día en cuanto a la investigación sobre la autoría y composición de los textos del Génesis; me enojé con su libro y preferí quedarme con la intriga de en qué acabaría todo. Algún tiempo dejé de dar clases de Biblia por ser funcionario congregacional, y fue cuando que me acordé de La biblia de barro; reflexioné que la autora no pretendía escribir una novela histórica sobre la composición del Génesis, y que más bien eran mis prejuicios de maestro los que estaban detrás de mi berrinche, y que si partía del hecho de que Julia Navarro no era mi alumna ni biblista, hasta podría tomar su novela en algún momento como ejercicio para mis clases. Así que la busqué y la disfruté de principio a fin.

 

Mucho tiempo estuve enojado con mi papá y su recuerdo; al cabo de los años, he vuelto a los orígenes de mi vida, me he reencontrado con él, en mi infancia, y me he reconciliado con él y con mi historia, tras lo cual, con una lógica de gracia, que es la lógica de Dios, decidí salvar, quedarme con lo mejor, y arrumbar lo desagradable en esa zona del corazón en la que podemos almacenar los recuerdos que alguna vez nos lastimaron. Después de todo, en esta vida nadie es perfecto, y creo que exigir perfección a alguien es inhumano. Para entender a cabalidad a alguien, habría que conocer la totalidad de su historia y de lo que hay en su corazón, y eso es algo que sólo está al alcance de Dios. Eso pasa con nosotros, que no siempre acabamos de comprender bien a bien por qué hicimos o dijimos tal cosa; y por eso nos enojamos con nosotros mismos. Hay mañanas en las que desayuno viendo noticias nada más para no hablarme.

 

Corre por las redes sociales una imagen de Jesús expulsando a los vendedores del Templo acompañada por la siguiente leyenda: “Si alguna vez te sientes enojado y alguien te pregunta qué haría Jesús, recuerda que aventar las mesas y perseguir a todos con un látigo está entre las opciones.” Jesús se enojó. Y no le enojó que el Templo de Jerusalén que estuviera sucio y fuera escandaloso como mercado chilango en un medio día de fin de semana antes de la pandemia. Lo que a Jesús le molestó es que el sistema religioso, el mecanismo para encontrarse con Dios en el Templo fuera un mercado.

 

El Templo de Jerusalén tenía dos funciones: albergar la presencia de Dios en el Arca de la Alianza, y expiar nuestros pecados mediante el sacrificio de animales. Lo que molestó a Jesús, pienso, fue encontrarse con un sistema que hacía creer a los hijos de Dios que para encontrarse con su Padre había que llevar a cabo sacrificios; que hiciera creer que Dios tiene hijos de primera clase, los puros; e hijos de segunda clase, los impuros. Los judíos, por ser el pueblo de Abraham, eran los puros; y los extranjeros, los extraños, los paganos, por ser distintos, por ser de fuera, eran impuros. 

 

De ahí que antes de entrar al Templo, se tuviera la delicadeza de ofrecerles la oportunidad de cambiar sus monedas impuras por las monedas puras del Templo. Tampoco era práctico venir de todas partes cargando bueyes, ovejas y palomas para el sacrificio, por eso se vendían en el Templo. No es el escándalo ni los puestos ni la basura lo que indignó a Jesús, sino el sistema religioso.  ¡Y tenía razón! Porque ni Dios nos clasifica en puros o impuros, ni tampoco nos vende su perdón. Él nos acepta a todos y nos perdona todo a todos porque es nuestro Padre y nos ama.

 

Dios me ha bendecido con la oportunidad de dar nuevamente clases de Biblia. Ayer en mi curso sobre el Evangelio de Marcos, Nacho, uno de los estudiantes me preguntó: “¿Qué fue lo que impulsó a Jesús a llevar a cabo su misión?” Alguno podría pensar que fue la obediencia a la voluntad del Padre. Pero inmediatamente pienso en Jonás, que predicó con desgano en Nínive, en la actual ciudad de Mosul, donde estuvo el Papa Francisco esta mañana de domingo; pienso en Kisko, que como todos los niños dice: “Ya voy” cuando le piden algo, y va enojado después de tres llamados cuando ve a su papá venir con el cinto en la mano. 

 

Pero siguiendo el relato del evangelio de Marcos, la experiencia que tiene Jesús antes de iniciar su misión es la del intenso amor de parte del Padre durante su bautismo por Juan en el Jordán, y sintió tiernamente la unción de su Espíritu, el mismo Espíritu que lo llevó inmediatamente al desierto, donde fue confrontado, tentado por el acusador, y del que volvió para predicar la conversión y exhortar a la confianza en el Padre. ¿Qué sintió Jesús en el desierto? A ciencia cierta, quién sabe, pero seguro que mucho de lo que sentimos todos en nuestra vida: miedos, enojos porque los demás no nos comprenden; dudas —¿por qué?—; frustraciones; ganas de tener más, más dinero y más poder—, incluso miedo, a la libertad, a ser insuficientes, a ser diferentes, a no ser amados, a no merecer el amor de Dios, a no alcanzarlo, a no salvarnos. 

 

¿Qué permitió a Jesús superar todo eso? La certeza de que el amor del Padre que había experimentado antes no dependía de nada ni de nadie más que del Padre mismo, y que así como no había hecho nada para ser amado de esa manera, nada podría lograr que el Padre se desdijera de su amor. Consciente de ello, salió a compartir esta formidable noticia. Pidió a su pueblo convertirse, cambiar su mente y su corazón, dejar atrás los miedos y las dudas, especialmente frente a Dios, y optar por confiar sencillamente en el incondicional amor del Padre.

 

A su manera, el cuarto Evangelio nos cuenta esta misma historia. El Discípulo Amado nos cuenta las acciones de Jesús ocurridas a lo largo de una semana, al inicio de su ministerio. Por supuesto, es un dato simbólico. El autor quiere contar la historia evocando al Génesis, nos está diciendo cómo es que Dios lo ha creado todo en Jesús y por Jesús. Hacia el final de esa semana, tuvieron lugar las Bodas de Caná, en las que Jesús convierte el agua destinada para los ritos de purificación en vino de fiesta; es una manera poética de decir que en Jesús nuestros corazones dejan de ser tinajas de piedra y se convierten en fuentes de vida y de alegría. La humanidad fue creada para el encuentro amoroso con Dios. La historia de la salvación es una historia de amor entre Dios y su Pueblo, que es la humanidad entera; una historia de amor entre Jesús, el Esposo que ama tanto a su Esposa, a su comunidad de amigos y seguidores, que ha dado la vida por ella. La humanidad fue creada para el encuentro de amor con Dios, y eso incluye, según decía la Dra. Sara Monreal, la luna de miel. 

 

Si hay amor, no hay lugar para el miedo, ni para las falsas de ideas de compraventa del amor y el perdón de Dios. El amor y la salvación no son baratijas de mercado, sino regalos de nuestro Dios, del Padre y de su Hijo. Y el más fino de sus regalos es el Espíritu Santo. Por eso Jesús, en el cuarto evangelio, no subvierte el sistema religioso del Templo hacia el final de su vida, como fue históricamente, sino al inicio, justo después de las Bodas de Caná, porque el amor destruye el miedo y la jactancia de los que quieren comprar el amor, como la luz de un cerillo destruye la más densa de las oscuridades. 

 


La cuaresma es un tiempo de gracia para invitarnos a dar el paso del miedo a la confianza en el amor; es un tiempo para retirarnos al corazón y descubrir lo tierno, lo intenso, lo inagotable e incondicional del amor de Dios por nosotros, la loca y escandalosa sabiduría de la cruz, del amor llevado hasta el extremo. Eso, si la comprendemos desde el Evangelio y no desde nuestros miedos y desde nuestros prejuicios. Muchos nos hemos enojado alguna vez con la Iglesia por hacernos sentir miedo de Dios, además de impuros y miserables. Yo entre ellos, pero un buen día experimenté el amor intenso de Dios hacia mí y hacia todos, y esto también me lo dio la Iglesia.  Ahora veo con compasión a quienes dentro de ella siguen desconociendo a Dios y en su lugar nos predican la falsa imagen de un ídolo sin vida. A veces quisiera agarrarlos a latigazos, pero luego me da sincera pena que desconozcan el amor de verdad. Y sólo le pido a Dios que mientras lo conocen, que no hagan mucho daño a sus hermanos. 

 

Digo esto y siento la esperanza cierta, en palabras de Francisco esta mañana en Mosul, donde el Estado Islámico ha martirizado a los cristianos, que la fraternidad es más grande que el fraticidio. Aunque lo admiro profundamente y  todos los días rezo por él, también me he enojado con Francisco, me desespera que sus mejores enseñanzas sean declaraciones de avión y respuestas a bote pronto a preguntas inesperadas de los periodistas. En esa espontaneidad se descubre la verdad de lo que hay en su corazón. Dicen algunos que Francisco ante todo quiere evitar un cisma en la Iglesia y tiene consideración de los que en la Iglesia son más duros y lentos para aceptar el amor y sus alcances. Y a mí no me gusta que los necios lleven la batuta y marquen el ritmo y hagan que en su lentitud nos quedemos a miles de años luz atrás de la humanidad. Pero Dios tiene paciencia para todos. 

 

No estaba y no sigo estando muy convencido de que este haya sido el mejor momento para que el Papa visitara Irak, por la pandemia, pero me ha dado mucha emoción verlo en Ur de los caldeos, la ciudad donde comenzó la historia y donde Dios hizo escuchar por primera vez su voz a un ser humano. Los primeros once capítulos del Génesis son relatos mezcla de leyendas, mitos y  simbolismo teológico, Pero Abraham, mil ochocientos años antes de Cristo, hace casi cuatro mil años, escuchó la voz de El Sadday, el Dios de la vida, que lo invitó a dejar su patria para irse a la tierra que Él mismo le mostraría. Con el paso del tiempo lo llamaríamos Padre. 

 

Él le prometió una descendencia como las estrellas del cielo. Dos mil quinientos años más tarde, los hijos de Abraham llegaron deportados a Babilonia, ahí es donde realmente se escribieron los primeros once capítulos del Génesis, y por segunda vez, como en el Éxodo, Dios regaló a sus hijos la libertad. Y aquí estamos nosotros, el día de hoy, cumpliendo la promesa de Dios a Abraham, poniéndonos en camino como él y como Jesús, superando miedos y dudas, aprendiendo a vivir en libertad, y confiando en la locura del amor llevado hasta el extremo. 

 

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