Marcos 6,30-34
Nos contaba el Profe Monroy, que nos daba cursos de redacción en el primer año del seminiario y nos contaba su vida espiritual y vocacional, que alguna vez había visto una película sobre la dura batalla de un anciano sacerdote contra las tentaciones sexuales. Y nos decía que si los sacerdotes maduros tenían esas tentaciones, ¡qué sería nosotros, miserables criaturas del Señor! Lo mismo pasa con esta escena del evangelio, bellísimamente empática: Que Jesús, el Señor, y sus apóstoles se sintieran cansados. De otro modo, la escena no tiene sentido. Si Jesús experimentaba cansancio, ¡qué será nosotros, miserables criaturas del Señor! Sin embargo, Jesús tuvo que interrumpir su descanso y el de los suyos frente al cansancio y el hambre de la gente que lo buscaba. A la vista de ello, sintió compasión, se le estremecieron las entrañas. Lo siguiente en la narración, es la multiplicación de los panes, en la que el evangelio nos muestra a Jesús con los rasgos del buen pastor que da de comer a sus ovejas.
Por supuesto que el primer cansancio es el físico, y el de Jesús muestra que podía ser el Hijo del Hombre prometido en los profetas, pero no era Superman. Vivimos días de mucho estrés, especialmente en las ciudades, y nos cuesta descansar. A veces no sabemos descansar. Pero con todo, no es el físico el cansancio que más nos agobia. Pienso en la fotografía del estadounidense Joe O’Donell, de un niño que japonés, que cargaba a su hermanito, bebé, huyendo de Nagasaki tras la caída de la bomba atómica —porque en el pudor con que es contada la historia desde los vencedores, las bombas no son lanzadas, simplemente caen—; el fotógrafo le habría preguntado al niño, según cuentan en las redes sociales, si no estaba muy pesada su carga. El pequeño le habría respondido: “No es una carga, es mi hermano”.
A veces nos agobia llevar sobre nosotros el peso de nuestros vivos. No porque sean una carga, sino porque los queremos y nos preocupan. Por eso nos da miedo cansarnos, flaquear, doblarnos, que no nos aguanten las piernas. Nos da miedo la incertidumbre del futuro. Un día dijo Mafalda a Felipito: “No soy yo la pesimista, Felipe, es la gente; lo único que oís por ahí es que las instituciones están en crisis, la economía en crisis, la juventud en crisis…, la moral en crisis, el mundo en crisis, la Iglesia en crisis, los valores en crisis, la vivienda en crisis, el futbol en crisis, el cine en crisis…, la televisión en crisis, la política en crisis, la educación en crisis…” hasta que Felipe sucumbió al agobio.
En ocasiones es el pasado lo que nos cansa. Apenas el viernes fui a recoger las cenizas de mi madre, que estaban depositadas en una parroquia ahora diocesana, que había sido josefina. Las traje a la parroquia donde estoy ahora, donde finalmente permanecerán. Mientras volvía de regreso, cargando las cenizas a mi espalda, recordé muchas cosas. Siempre pasa cuando cargamos con el pasado: vienen a nuestra mente lo que se dijo y lo que no se alcanzó a decir; lo que se hizo y lo que no se alcanzó a hacer; lo que mejor no se hubiera dicho y lo que no se hubiera hecho. Pero la vida es así. Y el pasado no se cambia. En su más reciente novela, Fractura, Andrés Nueuman afirma, por boca del sr. Watanabe, que reflexiona sobre los objetos que se le han roto: “Todas las cosas rotas tiene algo en común. Una grieta las une a su pasado”. Y recuerda la práctica que hay en Japón de añadir polvo de oro a los objetos que se rompen y se pegan, pues sus fracturas, sus cicatrices, son para lucirse, no para esconderse: reflejan que a pesar de ello, siguen existiendo. Así que las fracturan ennoblecen, embellecen.
La mirada lo cambia todo. La mirada compasiva de Jesús, siempre. Sin duda. Así pasa con las mamás. Eso pensaba yo mientras caminaba llevando las cenizas de mi madre a su última casa, que cuando ella me llevaba en el vientre, también se cansaba, pero pensando en el bebé que llevaba, soñando cómo sería, a quién se parecería, cómo sería su voz, llevaba el peso de una manera distinta. Dios siempre nos ve con amor. En su documento reciente sobre la santidad, el Papa Francisco lo dice de manera muy bella: “Aún cuando la existencia de alguien haya sido un desastre, aun cuando lo veamos destruido por los vicios o las adicciones, Dios está en su vida. Si nos dejamos guiar por el Espíritu más que por nuestros razonamientos, podemos y debemos buscar al Señor en toda vida humana.” Puede que el futuro de nuestra vida nos dé miedo, puede que nuestro pasado nos dé vergüenza, puede que nuestra vida nos canse, pero es de Dios, y en toda ella está Dios, viéndonos con la misma compasión y amándonos con el mismo amor.
Otro personaje de Fractura, Violet, la novia francesa del joven Yoshie, piensa de su novio, que ahora se ha ido a vivir a Nueva York: “Yo le creía porque quería creerle. Puede que él lo creyera también. La fe de uno alimentaba la fe del otro.” También pasa con Dios. A veces el cansancio nos hace perder la fe. Pero la fe de Dios en nosotros alimenta la nuestra en Él. Es obra de su misericordia, de su poder comprender nuestro cansancio. Preguntaba en una entrevista el periodista portugués António Marujo al teólogo evangélico de Tubinga, Jürgen Moltmann:
—¿En qué debe poner la gente su esperanza? ¿En las Iglesias, en la religión, en la política?
—En Dios, espero. No en las instituciones. Dios quiere que la humanidad sobreviva.
Así lo creo yo también. Abrir los ojos por la mañana es constatar que Dios sigue apostando por la esperanza. Y sí, vivir cansa, pero en Dios descansamos. Vivir da hambre, pero Dios nos sacia. Vivir da sed, pero Dios siempre sabe colmarnos de alegría.
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