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Puede que pueda

Mateo 25,14,-30

Fue la segunda canción del concierto de ayer en la tarde noche, y  para entones ya estaba yo con la cabeza sudada y la ropa pegada al cuerpo, como cuando corría con Kisko, mi ahijado, de ida y vuelta a Fórum Buenavista y nadie nos veía ni el polvo, y llegábamos a la nevería de la esquina a refrescarnos con deliciosa nieve de limón. En una de esas tardes de nieve, a sus cinco años, me dijo que él tenía dos mejores amigos: yo, y un amigo de su escuela. Pero ayer ya tenía yo la playera térmica pegada a la espalda y el calor se acumulaba y el concierto no empezaba. Porque primero estaban afinando los instrumentos y luego salió un hermano de Delgadillo a abrir el concierto con canciones extraídas de un disco llamado Rolas ociosas, y tal cual. Yo preferí, ya que no podía platicar con Alfredo, puestos en plan de ociosidad, seguir leyendo la biografía de Steve Jobs, el fundador de Apple, escrita por Walter Isaacson.

Hasta que finalmente en el escenario apareció Fernando Delgadillo, y comenzó con una canción reciente que no me sabía muy bien. Pero la segunda fue uno de esos viejos hits románticos de hace algunos ayeres, cuando el público de Fernando Delgadillo estaba conformado por jóvenes preparatorianos y universitarios, como yo entonces; una canción que emocionadamente cantó su público de ayer, igualmente formado por preparatorianos y universitarios, más algún que otro cuarentón nostálgico y uno que otro papá celoso del novio de su hija. Como diría el mismo Delgadillo: la canción habla de un romance que parecía imposible que, sin embargo se dio y duró dos años. Terminó, pero quedó latente la añoranza de un posible reencuentro “un mal día de estos.” La canción se llama Puede que pueda. Y es muy bonita, la frase y la canción. Puede que pueda.

En el año 2005, Steve Jobs pronunció un discurso ante la generación de graduados en la Universidad de Standford. En su discurso les contó tres historias. La primera, cómo fue que sus padres biológicos lo dieron en adopción, y querían que sus padres adoptivos fueran profesionistas titulados, y la pareja que lo iba a adoptar se decidió en el último momento por una niña, y él fue finalmente asignado a un mecánico y a su esposa con la promesa de enviarlo a la universidad, y para eso ahorraron toda la vida. Sólo que a él los cursos universitarios que llevaba no lo satisfacían, así que entró a los cursos que lo atraían, como uno de caligrafía, que acabaría siendo el origen de los diferentes tipos de letras que existen en nuestras computadoras. La lección era, hacer caso también a la intuición, y darse cuenta que cada acontecimiento de nuestra vida va formando una cadena acontecimientos con una lógica y un sentido que nos siempre somos capaces en el momento, sino sólo cuando se voltea hacia atrás con mirada agradecida.

En la segunda historia cuenta cómo fue despedido de Apple, la empresa que él mismo había fundado en la cochera de sus padres diez años atrás, cuando él tenía veinte años; “lo que había sido el centro de mi vida desapareció y fue devastador”, afirmó Jobs. Pero se dio cuenta que aún amaba lo que hacía, así aceptó “cambiar el peso del éxito por  la ligereza de ser nuevamente un principiante”, y entró en una fase de creatividad de la que surgió Pixar, el estudio de animación más exitoso del mundo, creador de películas bellísimas y conmovedoras como Toy Story, y Coco. Fundó otra compañía, NeXT, comprada más tarde por Apple, con lo que volvió a la empresa que él mismo había gestado y hecho crecer en sus primeros años.

En la tercera historia habló del cáncer y de la posibilidad de la muerte. “Si vives cada día como si fuera el último, algún día tendrás razón”, dice que leyó cuando tenía diecisiete años. Y le gustó la idea, así que mañana tras mañana se preguntaba ante el espejo si lo que iba a hacer ese día le gustaba, y cuando el “no” se repetía varias veces, sabía que había algo que cambiar.

Recordar que voy a morir pronto es la herramienta más importante que haya encontrado para ayudarme a tomar las grandes decisiones de mi vida. Porque prácticamente todo, las expectativas de los demás, el orgullo, el miedo al ridículo o al fracaso se desvanece frente a la muerte, dejando sólo lo que es verdaderamente importante. Recordar que vas a morir es la mejor forma que conozco de evitar la trampa de pensar que tienes algo que perder.

Y cuando un buen día fue diagnosticado con cáncer, supo que la muerte era más que una herramienta intelectual para tomar decisiones. Pero comprendió que tenía razón. Y es verdad, la vida no se puede reducir a una acumulación de días marcados por la rutina y el hartazgo.

Con otras palabras, con otras imágenes, el Señor Jesús quiere darnos la misma enseñanza aunque, por supuesto, más profunda y mucho más trascendente. La vida, la historia, la propia y la de la humanidad, sólo tienen un sentido: la salvación. Pero la salvación no es simplemente un veredicto que nos permite acceder al cielo después de la muerte. La salvación comienza cuando le damos sentido a nuestra vida. No un sentido cualquiera.

Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza. Como Él, somos capaces de amar y de crear, hemos sido dotados con esta tremenda riqueza, los millones de que habla la parábola. Por haber sido creados a su semejanza, hemos sido creados creadores; por haber sido creados por amor, hemos sido creados para amar, libremente. Pero somos creaturas, y tenemos límites, y quizá uno de los más dañinos, es el miedo. Y es un límite autoimpuesto. El miedo al fracaso, al qué dirán, al ridículo, a dar el paso siguiente, a equivocarnos; el miedo a amar. Por algo dicen algunos que la felicidad está ahí, justo junto al miedo, justo después de él.

Se salvan los que arriesgan, los que buscan, los que luchan, los que sudan, los que ponen el corazón en las manos y en los pies; en lo que hacen y en el camino que recorren. Se salvan los que aman; los que no esconden el amor y la misericordia con que fueron hechos y que Dios puso en su corazón; los que aman como ama Dios: sin límites ni condiciones; a los últimos y a los que menos tienen; los que comparten; los que no temen a ensuciarse las manos con el barro del otro; los que tienden la mano a los que han caído; los que perdonan; los que no juzgan por un error, los que dan una segunda oportunidad; los que bendicen; los que incluyen; los que comparten; los que no se dejan arrebatar la creatividad, ni la sonrisa ni la esperanza; los que, como el P. José María Vilaseca, se desviven por hacer siempre y en todo lo mejor. Son los que en el encuentro con su Señor que ha vuelto, ponen en sus manos una riqueza mayor a la recibida: más amor y más amados, historias de salvación con nombre y apellidos.

Los que tienen miedo, los que regatean el amor, el perdón, las segundas oportunidades; los que no bendicen porque “faltan a la regla”, los que dicen “tener miedo a Dios” y se van derechitos por el camino sin voltear a los lados para no comprometerse con los marginados; los que ven pecado en todos lados y prefieren el absurdo del quietismo y la inmovilidad para no pecar; los que disfrazan su mediocridad de prudencia; los que prefieren la comodidad de la rutina a la incierto desafío del cambio; los que no aman ni saben amar, los que esconden en la tierra el creativo, el amoroso, el libre Espíritu de Dios, esos son los que mueren como viven: solos y vacíos, sin luz.

Es cierto, no siempre nos salen las cosas bien ni a la primera, ningún inversionista gana diario, ni todos los sábados son de gloria. Pero al menos hay que intentarlo, a pesar del miedo y del fracaso, que no es playa de náufragos, sino bandera de sobrevivientes. El fracaso lo narran quienes lo superan. Dios no puede ser enterrado; ni su reinado, ni el amor, ni el Espíritu. Hay que dejarse llevar del Espíritu, intentar la salvación. Si no intentamos, no la lograremos, pero si intentamos, al menos puede que pueda.


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