Marcos 10, 46-52 Es cosa de imaginar el ambiente de enorme y contenida expectación. Después de predicar por un tiempo la llegada inminente del Reinado de Dios, había llegado por fin el momento anunciado. Después de decidir finalmente viajar de Galilea a Jerusalén, había llegado el momento que habían soñado. Después de mil años de la promesa dada por el Señor a David, su siervo, había llegado la hora en que un descendiente de David volviera a sentarse en el trono de su Padre, el trono afincado por Yahvé para iniciar su reinado no sólo sobre Israel, sino sobre el conjunto de las naciones. Para eso habían viajado con Jesús desde Galilea. Su ilusión era sentarse a la derecha o a la izquierda de Jesús y compartir con él el poder, el honor y la gloria. No iban a permitir que la hora esperada por siglos, que el ansiado cumplimiento de las promesas mesiánicas se retrasaran por culpa, literalmente, de un mugroso limosnero ciego apostado a la orilla del camino. Bartimeo era una insigni