Lucas 14,25-33
Las palabras de Jesús son aparentemente duras. Viendo que lo sigue mucha gente, se dirige a sus seguidores para plantearles el alcance de sus exigencias. Lo primero que les pide es el odio a la propia familia. Apenas ayer la Iglesia celebró una jornada de ayuno y oración por la paz en todo el mundo, particularmente en Siria; apenas ayer volvíamos a sentir la necesidad de recuperar la reconciliación y el diálogo como los medios que Dios nos da para el entendimiento y la construcción de la gran familia humana, y ahora Jesús utiliza el duro lenguaje del odio y, peor aún, el odio hacia la familia. Para entender estas palabras, hay que situarnos en el contexto de la sociedad de entonces.
En la época de Jesús, la persona era entendida más en términos de grupo o de familia que de individuo, por eso no era tan extraña, como ahora nos parece, la idea de que Dios castigara en los hijos los pecados de los padres. Una persona se definía y sólo podía comprenderse como parte de la familia en que había nacido. Compartía el honor y los bienes de su familia, se preocupaba de mantenerlos y, a ser posible, elevarlos, aunque la movilidad social, el ascenso en la escala social, era prácticamente imposible. Como quiera, a una persona su familia le daba seguridad, mayor entre más grandes el honor y la riqueza del grupo.
Las palabras de Jesús de odio hacia la familia no se refieren a un sentimiento negativo en contra de la familia. Significan simplemente la disposición a renunciar al esquema de familia propio de su tiempo, para incorporarse a un nuevo estilo de familia donde el único padre es el Padre del Cielo, y donde todos somos hijos como Jesús y hermanos suyos, discípulos y seguidores suyos. Y eso es lo que cuesta, porque en la familia de Jesús no hay ni honor ni riqueza que nos respalden, ni mucho menos honor y riqueza que nos enfrenten a los demás. Una experiencia similar vivió Susanita:
Desde aquí hay que entender las palabras de Jesús que pide a sus seguidores negarse a uno mismo y cargar la propia cruz; es la disposición a renunciar a la antigua identidad de grupo cerrado, de la vieja familia patriarcal, para acoger como propia la identidad de hijo de Dios, de hermano en la gran familia del Padre de Jesús, a pesar del descrédito, la burla y hasta el conflicto que esto pueda acarrearnos. Las parábolas que Jesús cuenta inmediatamente sobre quien piensa construir una torre y no tiene dinero suficiente para terminarla, y la del rey que prefiere negociar la paz frente a un ejército superior al suyo y al que no podría vencer, me parece que son una ironía sobre la insuficiencia del dinero y de la fuerza para conquistar la identidad de hijos de Dios y la dignidad que nos viene con ella.
Puede que haya conflicto para el seguidor de Jesús frente a quien no lo entiende o rechaza incorporarse a la gran familia de los hijos de Dios. Pero en Jesús y en su Buena Noticia, en el Reino de su Padre, no hay lugar para la violencia. Por eso a mí no deja de llamarme la atención y no deja de preocuparme que cada vez más en nuestro país se manejen discursos de violencia y de confrontación, que se alimente el odio y se quiera dividir al país en bandos con diferentes etiquetas, todas ellas encontradas, y con la consecuente idea de que los buenos son los del bando en el que yo me encuentro. Peor si este discurso y estas posturas se promueven en el nombre de Dios. Para mí no deja de ser inevitable, y creo que peligrosa, la pregunta de quién está detrás de este lenguaje, quién está ganando con el odio y la confrontación. Dicen en las películas gringas que para encontrar al culpable hay que seguir el rastro del dinero.
Por lo pronto, la jornada de ayuno y oración a la que convocó el Papa Francisco nos tiene que ayudar a entender que no es la riqueza lo que debe definirnos, sino el ser humanos, creados a imagen y semejanza de Dios; el hambre o el dolor nos ayudan a solidarizarnos con la humanidad necesitada; y la oración tiene que ayudarnos a reconocer en esa humanidad hambrienta y doliente, en esa humanidad creada por Dios como muy buena, y empobrecida y ajusticia por el pecado, el rostro de Dios; el rostro que el salmista clamaba a Dios que le mostrara y no le escondiera. Contemplar en esta humanidad deformada por el odio y la violencia el rostro de Dios que viene a nosotros hambriento y violentado a pedirnos, a suplicarnos, que construyamos una nueva familia humana, un nuevo hogar de justicia y de paz. Que lo escuchemos pronto. Amén.
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