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El miedo como pregunta y el servicio como respuesta


Marcos 9,30-37

Seis días después del primer anuncio de su pasión, muerte y resurrección, Jesús subió a una montaña sólo con Pedro, Santiago y Juan. Ahí tuvo lugar el momento de la transfiguración, y su diálogo con Moisés y Elías, de todo lo cual Jesús les pidió guardar silencio. Al bajar de la montaña, se encontraron con el resto de los discípulos, que fracasaban en su intento por exorcizar a un joven poseído por un espíritu inmundo. Jesús pidió que le llevaran al muchacho y lo curó. Ya en casa los discípulos le preguntaron por qué ellos no pudieron, y Jesús les respondió que esos demonios únicamente se expulsan con oración.

Salieron luego de casa, nuevamente se pusieron en camino, y nuevamente, por segunda vez, Jesús les anuncia que será entregado, que le darán muerte, pero que resucitará a los tres días. Los discípulos no entendían, pero tenían miedo de preguntarle. Quizá en realidad lo que tenían era miedo de corroborar que habían entendido bien, y se asustaban ante la perspectiva del asesinato que entreveían. Y no era para menos. Ésta es la primera parte de esta secuencia narrativa cuyo escenario es el camino, más que a un lugar, a un destino.

Lo mismo que la primera vez que anticipó su destino, Jesús no hace una lectura religiosa del mismo. Es decir, no dice que fue Dios quien quería su muerte; nos ha dejado en claro el narrador que ésta ha sido urdida por fariseos y herodianos; ni que Dios haya sido quien lo entregó a la muerte. Dios es plenitud de vida, en él la vida todo lo incluye de tal manera que la muerte en Él no tiene cabida.

Esta breve escena por sí sola tendría que ayudarnos a mandar al bote de la basura frases con las que salpicamos de sabor amargo nuestra vida, que solemos confundir falsamente con un sentimiento religioso, que no es tal, o por lo menos no es cristiano. Así, decimos “Dios sabe por qué hace las cosas”, “Dios aprieta pero no ahorca”, “Dios así lo quiso” “fue la voluntad de Dios”; “Dios se lo llevó porque quería una voz distinta en su coro de ángeles”, “hacía falta en el cielo quien contara chistes como él lo hacía”. Dios no es un niño berrinchudo.

Jesús, que viene del Padre y lo conoce desde la eternidad, es más cuidadoso con su lenguaje. Y los evangelistas con él. En Marcos, Jesús, tiene claro que son los hombres, especialmente los líderes religiosos de Jerusalén, y los líderes políticos de Roma, que se han visto confrontados por su enseñanza y su práctica de compasión y misericordia, quienes lo llevarán a la muerte. Pero el Padre, que es vida, lo resucitará.

Lo cierto es que a veces a nosotros, a la vista del mal, del sufrimiento, del dolor y de la muerte, la vida se nos vuelve un absurdo signo de interrogación, que siempre nos toma desprevenidos, y ante el cual casi nunca tenemos respuestas. Jesús no tenía que ser vidente para comprender que el poder político y religioso lo tenía en la mira y lo acechaba para darle muerte, lo mismo habían hecho con Juan el Bautista. Tampoco es que éstos hayan sido  “involuntarios” instrumentos para cumplir la voluntad de Dios, porque Dios ni juega ajedrez con nosotros ni nosotros somos marionetas suyas; porque aunque se nos olvide con excesiva frecuencia: ¡somos imagen y semejanza de Dios!, y Dios no es marioneta de nadie.

Jesús es libre como su Padre. Y porque lo conoce, confía en Él; y de su cercanía y su confianza saca fuerzas para mantenerse en su predicación y encarar su muerte, sabiendo que Dios es siempre Dios de vida, y que la muerte no tendrá sobre Él victoria. Y esta confianza no le quitó el miedo, porque humanamente experimentó el miedo y la soledad. En Juego de tronos, tomo I de Canción de hielo y fuego, un pequeño dialoga con su padre:

—¿Un hombre puede ser valiente cuando tiene miedo? —preguntó Bran después de meditar un instante.
—Es el único momento en que puede ser valiente—dijo su padre—.

Y de eso da muestra Jesús. Ahora que si nuestro miedo es tal que no acertamos a hablar con propiedad sobre Dios sin lastimar su amor y su misericordia, pues entonces sigamos el ejemplo de los discípulos y mejor guardemos silencio.

La narración sigue y ahora Jesús y los suyos regresan a Cafarnaúm y entran en la casa, en la casa en que fue curada la suegra de Simón y el paralítico al que introdujeron haciendo un boquete en el techo. En la casa de Jesús se respira vida, sin duda alguna. Al parecer, en esa casa vive más gente, además de Jesús y los Doce. Ahí, Jesús les preguntará de qué discutían por el camino, y ellos seguían callados, parece que seguían con miedo. En realidad, Jesús ya lo sabe, hemos visto antes su capacidad para conocer lo que hay en el corazón humano. Así que el narrador tiene la bondad de avisarnos a nosotros, los lectores, que discutían sobre quién de ellos era el más importante.

La discusión seguramente tenía de fondo el privilegio hecho por Jesús a los que llevó consigo al monte, o el fracaso de los que no lograron el exorcismo del joven. Jesús se sentó, como Maestro que es, y dejó claros los criterios de la autoridad en su casa, en su familia, entre los suyos. Y no se trata del romanticismo anarquista de la falta de autoridad y todos parejos. Jesús pide al quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos. La autoridad no está en la cercanía con él, ni en la capacidad de realizar los mismos signos que él ha hecho. En la familia de Jesús la autoridad se construye no desde los privilegios o el poder, sino desde el servicio.

Para profundizar su enseñanza, Jesús toma a un niño y lo coloca en medio de todos y lo abraza. Y uno piensa “¡qué tierno!” Pero se trata más un gesto de protección que de cariño. Los niños ocupaban lugares marginales, no eran considerados aún personas, Jesús los pone en el centro, en el lugar importante. En la familia de Jesús, los importantes son los pequeños, porque son débiles, vulnerables y despreciados. De modo que el servicio no es servilismo, sino solicitud por los pequeños, débiles, vulnerables y despreciados, y protección hacia ellos. Y “pequeño” en este caso también es sinónimo de “minoritario”.

Dios es bueno y es vida. Es Amor. Por ello de Dios sólo se puede hablar bien, y de él sólo podemos recibir bienes. El mal no siempre tiene su explicación en la naturaleza o en el ser humano. Siempre habrá algo de misterio, y mejor para nosotros y para la honra de Dios que ese misterio quede en el silencio y no se lo achaquemos a Dios. Que Dios no hace el mal a nadie, al contrario. Él es el primer solidario que busca el bien y comienza por los pequeños. Ante la pregunta por el mal, Dios tampoco responde, pero actúa en su mirada compasiva y en sus gestos de misericordia.

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