Juan 6,60-71
Asistimos a la conclusión de esta secuencia narrativa del Pan de Vida, que encontramos
en el capítulo 6 del evangelio de Juan. Desde el inicio de esta sección hasta
este punto, Jesús ha dejado claro:
1.
que
él es el verdadero Pan vivo bajado del cielo.
2.
que
es Pan que es él mismo y que da para la vida del mundo es su propia carne;
3.
que
de verdad su carne es comida; y de verdad su sangre es bebida;
4.
que
quien no come su carne y no bebe su sangre no tiene vida;
5.
que
comer su carne y beber su sangre es compartir su vida y su destino;
6.
que
compartir la vida y el destino de Jesús es darse y compartirse a los demás,
como pan para el necesitado y agua para el sediento.
7.
que
podemos no entenderlo, como quien no pudo subirlo a la barca, pero él grita que
no tengamos miedo.
Las palabras de Jesús fueron duras para sus oyentes, para los judíos que lo
buscaban, por interés o curiosidad sincera, e incluso para sus propios
seguidores. En sus palabras no había recetas mágicas, había la fuerza del Espíritu.
Porque desde el inicio del evangelio sabemos, además:
1.
que
Jesús es la Palabra de Dios;
2.
que
esta Palabra da vida;
3.
que
esta Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros;
4.
que
vino a los suyos y los suyos no la recibieron;
5.
pero
a los a los que la recibieron les regaló el ser hijos de Dios.
La escena final de la secuencia del Pan de Vida que ahora contemplamos nos
impulsa a tomar una decisión de fe: creer con todo el corazón y todo el
espíritu que efectivamente Dios nos ha hablado en la vida de Jesús; creer que
toda su historia fue un continuo darse a los necesitados de vida; que habló con
contundencia en el silencio de la cruz, y que su Palabra resonó en la oscuridad
de la muerte y se hizo luz eterna en la resurrección del Hijo. Escucharlo es
duro. Este pan no se digiere pronto. Por algo nos aclaró el narrador que el pan
multiplicado era de cebada, pan de pobres, pan duro, pan difícil de masticar. Los
ricos comían pan de trigo y dejaban la cebada para sus animales.
¿Qué se hizo duro de digerir a los judíos y a los seguidores de Jesús, oírlo
decir que venía del cielo, siendo humano?; ¿que su cuerpo compartido cada día
hasta la sangre fuera una invitación a hacer lo mismo? Pues, ¿qué sería —respondió
Jesús a quienes lo increpaban— si vieran al Hijo del Hombre subir al cielo del
que había bajado? No podemos perder de vista que la narración de Jesús tiene
como un hilo conductor la “hora del Hijo”, la hora de su exaltación, que no es
otra sino la hora de la cruz, ¿cómo creer que Dios revele su gloria en el
inocente ajusticiado en la cruz? Eso no sonaba a poder. Pero antes que poder,
Dios es Amor, y el amor es una fuerza que nace de la impotencia; y es vida.
Por eso las palabras de Jesús fueron duras. Y duro, brutal, fue el final de
su vida. Sin embargo, la última Palabra de Dios fue Palabra de Vida. Hay que
imaginar la escena de hoy entre la soledad y el fracaso; Jesús dirigiéndose al
grupo más íntimo de sus seguidores, a sus discípulos más cercanos, a sus
amigos, a los Doce: “¿También ustedes quieren dejarme?” Pedro, que habitaba en
el corazón de Jesús y había dejado que el Maestro habitara en el suyo, no lo
pensó y respondió tajante: “¿Adónde iríamos? ¡Tus palabras comunican vida
verdadera!”
Entre los Doce aún estaba Judas. El narrador lo señala, y anticipa que
sería el traidor. El evangelista sabe que las Palabras de Jesús, su Carne, su
Espíritu, están vinculados a la cruz. Y lanza el reto a sus lectores: Aceptar a
Jesús es una decisión que se renueva día a día; el acecho del rechazo y la
traición siempre estarán a la vuelta de la esquina, donde se cruzan las dudas y
los miedos.
Pedro aceptó a Jesús. Pedro aceptó la vida y la fuerza de sus palabras. El
narrador nos invita a ponernos en la piel de Pedro, a recibir el Evangelio como
lo que es, como Palabra hecha carne de historia para vida del mundo. Es verdad,
y lo sabemos todos, páginas más adelante veremos a Pedro jurar amor eterno a
Jesús, negarlo a las pocas horas al lado de una fogata para luego salir
huyendo. Pero también es verdad, y también lo sabemos todos, que una mañana
tras la muerte de Jesús, Pedro salió a pescar, salió a hacerse nuevamente cargo
de su vida; y que una voz lo invitó a echar la red al agua, y la sacó repleta
de peces; que los llevará a la playa, y en la playa encontrará, otra vez, una
fogata y sobre ésta habrá panes y peces. ¡Otra vez peces!
Los peces de la multiplicación no se perdieron; son signo de Jesús
Resucitado. Jesús está vivo. No se trata de verlo, pero tampoco de creerlo
ciegamente. Hay experimentarlo. Es el calor de las brasas, la tibieza que nos
envuelve a pesar del miedo y la traición, y nos protege del frío de la culpa,
del absurdo y de la muerte. Jesús es la fuerza del que está cansando de huir y
de buscar; la vida recuperada. Jesús es la abundancia del amor que no muere; la
mirada constante del amor que nos busca; la voz clara del amigo que siempre nos
invita a empezar de nuevo, a situarnos por encima del agua sin miedo y con
decisión.
Benditos peces que desbordan el final del evangelio, bendito el amor que
nada bajo la turbulencia en que a veces se convierte nuestra vida, en estos
tiempos en que es más fácil lavar dinero que limpiar elecciones, en que es más natural
sentir miedo que esperanza; tristes tiempos cuando parece no sólo que nunca
pescaremos nada sino que la furia del mar terminará tragándonos. Benditos peces
que nadan transparentes hacia nosotros en el agua brotada del costado abierto
del Señor. Benditos peces recogidos para celebrar la vida nacida en el cuerpo
entregado y la sangre ofrecida. Benditos peces y benditas brasas que nos los
ofrecen, que dan vida al cuerpo y calor al corazón.
Así que dinos, Jesús, ¿adónde quieres que vayamos, si tus Palabras dan
vida? Y si un día parece que me voy, háblame nuevamente, y pregúntame si de verdad
somos amigos. Te diré con el corazón que tú lo sabes todo, que tú sabes que te
amo.
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