Marcos 4, 26-34
La narración de Marcos, después de las primeras curaciones de Jesús, de la conformación de su grupo de seguidores más cercanos, los Doce (símbolo del nuevo Israel), y de la nueva familia vinculada no por la sangre sino por el Reinado de Dios, nos ofrece ahora dos parábolas, precisamente, sobre la realidad de este nuevo Reinado.
Uno, la parábola del grano que un hombre arroja en la tierra. El hombre siembra, pero es la tierra la que acoge, madura y hace fructificar. Segundo, la del grano de mostaza, el más pequeño de los granos que, sin embargo, tiene la capacidad de crecer y dar cobijo con su sombra a las aves.
Creo que todos tenemos la experiencia. Iniciamos con todo el entusiasmo: los proyectos, los caminos, los grupos, la vida misma. Pasa el tiempo y sentimos el desgaste de la fuerza, los resultados no se dan y el ánimo cada vez se viene más abajo. O bien, los proyectos quedan a la mitad. La vida humana nos confronta también. Gente que muere antes de tiempo, gente que muere sin que le llegara la luz de la justicia y de la paz; deseos y proyectos de cambio que no acaban de cuajar cuando son frenados de golpe.
Las parábolas de Jesús invitan a la humildad y a la confianza. Nos toca sembrar y, sembrando, somos invitados no a esperar, sino a contemplar la acción de Dios, que todo lo fecunda, todo lo madura, hace crecer todo, y a todo le permite dar refugio, fuerza y vida, aun a lo más pequeño. Nos toca sembrar afanosamente, porque sin semilla la tierra no puede arrojar frutos. Nos toca confiar humildemente, porque no es nuestra mano, sino la acción de Dios la que da vida y prepara la cosecha.
Nos toca plantarnos ante el presente no con resignada indiferencia o sobrada jactancia. Nos toca ver el presente como el inicio de un futuro transido totalmente por Dios, aunque no podamos ver directamente su acción, como tampoco le es dado al campesino ver la fecundación de la semilla debajo de la tierra. Pero el campesino sabe contemplar el cielo y la tierra, sabe cuándo es el tiempo de sembrar, el tiempo de cuidar la siembra, y sabe que llegará el tiempo de recoger los frutos.
Hemos tenido todos la experiencia de entregar a la tierra o al fuego la semilla de amigos y familiares difuntos; los entregamos con la confianza de que la acción de Dios fecundará y dará vida lo que hemos puesto en sus manos. Y que los hará madurar y dar frutos. Con la misma confianza hemos de esperar que la semilla que es la vida de muchos seres humanos que luchan por la verdad, por la paz, por la justicia, crecerá y dará frutos de vida nueva en la tierra de nuestra historia. A pesar de los que piensan callarlos echándolos a la muerte, porque no es la suya, sino la acción de Dios la que es definitiva. Hoy vemos que los jóvenes levantan la voz y toman los espacios secuestrados por el anquilosamiento y la decrepitud de los arbustos que no dan fruto. Asistimos a un momento de bendición, a la siembra de vida nueva en nuestro país.
No es una cuestión sólo de valor imprudente y temerario. Es una cuestión de esperanza y de imaginación. Para ver llena de vida la tierra que hoy contemplamos vacía y reseca. Para saber que será la acción de Dios la que todo lo impregne y todo lo fecunde. Vivir con el agradecible y gratificante estímulo de que Dios acogerá la pequeña semilla de nuestra voz y de nuestro esfuerzo; Soñar con la vida madura del tiempo de la cosecha. Eso quita las lágrimas de la mirada y vuelve a dibujar sonrisas en los rostros. Siempre es tiempo de soñar, siempre es tiempo de confiar, siempre Dios está dispuesto a iniciar, madurar y fructificar. Y qué importa si es otro el que recibe la cosecha, si somos sembradores, no segadores. Hoy es siempre tiempo de abrir surcos nuevos donde arrojar semillas, donde corra el agua, donde la vida germine, donde Dios nos ame y trabaje con nosotros.
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