Lucas 9,51-62 No siempre quise ser sacerdote ni misionero josefino. Lo quise muchas veces, desde niño. Sin saber a ciencia cierta si lo sería, tomé la decisión de intentarlo un mediodía de domingo y julio, en la moderna Catedral de Ciudad Obregón, en Sonora. Afuera hacía un calor de 42 grados; adentro, el aire acondicionado lograba un ambiente agradable. Afuera y adentro son categorías fáciles cuando hablamos de lugares. Pero cuando se habla del corazón y de la voz de Dios, afuera y adentro se confunden; ahí no hay programa de Plaza Sésamo que valga. ¿De dónde venía la voz que yo escuchaba y que decía “Sígueme”, del sacerdote revestido de verde que proclamaba la Palabra en el ambón, al centro, uno poco a la izquierda; o de dentro del corazón de ese joven de 20 años, de bermuda azul y playera tipo polo color hueso, que escuchaba de pie con los ojos cerrados? Pienso en Simón Pedro y en su hermano Andrés, en Santiago y su hermano Juan, los hijos de Zebedeo, que escucharon esa mis